E PUR SI MUOVE                                                                                                 Texto: Prof.Dr.Gustavo Lespada (*)     Notas sobre la plástica de Osvaldo Ferreyra     La pintura no se puede explicar. La imagen nos asalta con su impronta inmediata de color, de luces y de sombras; la escritura es sucesiva, acumula, enhebra conceptos.       Pertenecen a órdenes diferentes. No obstante escribimos, escribimos sobre todo, aunque las páginas que Foucault le dedica a “Las meninas” no reemplazan a la fascinación que nos provoca el formidable óleo de Velázquez.  No la reemplazan, afortunadamente, pero tal vez las reflexiones del teórico francés agreguen elementos a nuestra admiración por el cuadro, por la técnica, por el juego de perspectivas que implica, por el lugar del pintor, por la interpelación al espectador. Entonces, partiendo de esta convicción primera acerca de que el arte plástico requiere del contacto visual, de la experiencia de colocarnos frente a la obra, en lo posible desprovistos de juicios previos, intentaré transcribir –en realidad, traducir, puesto que se trata de otro lenguaje– mis impresiones frente a algunos de los dibujos y pinturas de Osvaldo Ferreyra.     En el hinduismo ocupa un rol central Shiva, deidad creadora y destructora a la vez –el pensamiento oriental se encuentra articulado en la contradicción y la paradoja, algo impensable para la filosofía occidental, al menos hasta Hegel–, que suele ser representada con tres pares de miembros.    El San Francisco de Osvaldo (1980) se nos ofrece en manifiesta familiaridad con Shiva, no sólo por la proliferación de extremidades sino por la postura y la actitud. ¿Por qué ese extraño parentesco, de dónde viene esa unión de ideologemas tan distantes?, me pregunté. Tal vez porque Francisco fue, de alguna manera, el crítico destructor de muchos vicios y excesos del dogma, y fue –también como Shiva– un creador (de un nuevo contrato con Dios, más solidario, despojado y austero, a la manera del cristianismo primitivo). “Siempre destruye quien ha de ser un creador”, decía Nietzsche, el que introduce la paradoja en el pensamiento occidental.     Las distintas posturas de los tres pares de brazos, ya sea abiertos en estado de gracia y celebración, unidos en el rezo o comulgando, también nos hablan de incorporar el tiempo a una imagen fija, detenida. Pensemos en los rostros de Picasso con rasgos de perfil y ojos de frente. Impulso vanguardista que no se conforma con la captura del instante sino que quiere plasmar el devenir en la tela, en el soporte. El rasgo, entonces, se deforma buscando, precisamente , una forma más auténtica, más acorde a los trabajos y penurias del hombre.      Por otra parte, quien haya estado en Asís reconocerá el ascetismo predominante –en franco contraste con la refulgente opulencia vaticana– en los apagados colores de la vestimenta del santo, según Ferreyra. La composición alegórica “Vejez” conformada por dibujos a tinta, en contrastivo blanco y negro, distribuida en cuadros compaginados a la manera de la historieta, resume en un lenguaje simbólico la soledad, la resignación. Los números dibujados parecen aludir al conteo de las horas, los días, los años: la senectud es una etapa atormentada por la pregunta acerca de cuánto tiempo nos queda por vivir. La vejez es la carga que pesa sobre ese hombre de lentes oscuros mirando a la muerte de frente. Las tazas de café; sillas de rueda o estancias vacías; atardeceres o lunas; la memoria como tierra baldía de un tema universal: la soledad, el deterioro y la declinación en todas sus manifestaciones. Otras expresiones alegóricas pueden remitir a grupos sociales determinados, a las relaciones de poder o la distribución de la riqueza en el planeta, ya sea por medio del dibujo (como “Políticografía Relaciones norte-sur”) o técnicas mixtas más elaboradas (como “Barca del poder” y “Barca de la cultura”).          A su vez, la sobriedad en el manejo del collage evita el exhibicionismo del recurso logrando que la técnica esté al servicio de la forma, de la idea, y no a la inversa (véanse, como ejemplos: “Mesa para dos”, “El regreso de Solís” y “Cierre del Anglo”). Así, un pedazo de diario o un recorte de arpillera serán sacados del uso cotidiano para el que fueron hechos y, con sus propias texturas –cálidas, frías o ásperas–, en la interacción con otros elementos del cuadro han de cobrar un nuevo sentido.          El collage resulta, entonces, un recurso participativo, democrático de la plástica, porque incorpora los materiales más diversos y humildes y los ubica al nivel de las prestigiosas tintas, acuarelas y óleos.      La integración del recurso también nos dice algo: la forma significa.    Hay un toro acorazado. Un torazo (2010-2015) que se sale del marco, el rojo lo saca, las pinceladas rojas que lo colocan en el centro de la excitación que también es el centro del cuadro.       Tauromaquia: el pintor es el torero, su color provocativo, su capa, su paño sangriento enloquece al animal. Hay furia en ese toro. Si el espectador está atento lo verá moverse, sacudir la cola mientras se balancean sus testículos machos. Firme en el ruedo. Erguido, tenso se yergue sobre sus músculos, sus tendones, sus huesos, su cuero blindado. Pero no es realista. El realismo es especular y estático y este toro se mueve, está a punto de darse vuelta, de arremeter con sus desmesurados cuernos contra quien se interponga en su espacio. No es una fotografía ni una copia que aspire, pelo a pelo, a componer un bicho más, cuadrúpedo y mamífero, no.      Esta pintura es la idea viva, nerviosa del toro, de un torazo.                                                  La primera vez que vi una de sus copas rebosantes de vino sentí que salpicaba. Que el líquido caía y al chocar con el cristal saltaba fuera de la copa. O que algo ha caído adentro rompiendo el equilibrio, derramando el fluido que brota, sube con un impulso acorde al Principio de Arquímedes. Otra vez, como en el toro, hay movimiento. Y luz. Luz en el vino y sus destellos no respetan los límites del vidrio, como debe ser. Porque no hay arte “respetuoso” ni de normas ni de modas. El arte siempre será sinónimo de búsqueda, de lo nuevo, de transgresión, del intento de decir lo indecible, lo inefable. Por eso es que no puede acatar preceptivas ni someterse a patrones estéticos. Por eso también sus barcos con las velas como gajos brillantes de naranjas o tajadas de luz. Sus veleros que vuelan o navegan o se sumergen como submarinos en los azules o los violetas intensos: en pintura todo es posible. Por eso también la variedad incesante en la obra de Osvaldo Ferreyra: dibujos, tintas, acuarelas, óleos, caricaturas, collages, acrílicos, técnicas mixtas.       Y lo mismo sus motivaciones: imágenes cotidianas, populares, políticas, rítmicas, alegóricas, composiciones: todo entra, abierto a todo, ningún motivo es más “noble” o “serio” que otro. Porque el arte verdadero, como el agua del Tao, todo lo comunica y lo penetra. Si el arte hablara diría, como el latino Terencio, nada de lo humano me es ajeno.                                                                                                                                                                                                                               (*) Gustavo Lespada Oroño: Crítico, Escritor y Poeta uruguayo radicado en Argentina, Doctor en Letras; Profesor de Literatura Latinoamericana en la UBA, Universidad de Buenos Aires.