Se ha dicho que el arte es el poder de hacer visible lo invisible, de traer a la luz aquello que estaba en las sombras. El mundo que nos rodea prolifera en enigmas y misterios, pero nuestro tránsito cotidiano nos induce costumbres, hábitos, mecanicismos que terminan interponiendo una pátina entre los objetos y el sujeto; ya no vemos las cosas, sólo las reconocemos. Cuando Martin Heidegger indaga el origen de la obra de arte comienza describiendo la función de los zapatos del labriego, ese calzado rústico que le sirve en su trabajo esforzado entre los surcos de la tierra, en las cosechas o las inclemencias del tiempo, que lo acompaña en sus penurias y alegrías. Claro que esa cualidad del zapato es ejercida pero no se la percibe, resulta transparente en el uso. Esta función, este ser del objeto sólo se nos revela “poniéndonos frente al cuadro de Van Gogh”, resume el filósofo. “En la cercanía de la obra pasamos de súbito a estar donde habitualmente no estamos”. Al hacer evidente la utilidad de ese calzado la pintura no reproduce un ente particular sino que realiza una operación de verdad universal, una verdad entendida a partir del griego Alétheia –la evidencia develada del ser–, como el resultado de la lucha primordial entre lo oculto y lo manifiesto. Y concluye: “La esencia del arte es la Poesía. Pero la esencia de la poesía es la instauración de la verdad”.[1] Lo que en el arte establece un mundo –ese lugar en el cual, más allá de lo perceptible, nos sentimos en casa– es la poesía. Como un antecedente conceptual recordemos que Víctor Shklovski, el maestro del Formalismo Ruso, afirmaba que mediante el extrañamiento la poesía tenía la propiedad de limpiar la percepción de automatismos, logrando imágenes portentosas que nos descubren al objeto como si lo viéramos por primera vez. Pero, además, afirmaba que el lenguaje poético es una forma de singular de conocimiento que realiza atajos epistemológicos para conectarnos con el devenir del objeto, puesto que lo que ya está “realizado” no le interesaría al arte.[2]  La pintura no se puede explicar. La imagen nos asalta con su impronta de color, de luces y de sombras, la imagen es instantánea y en ella se juegan todos los tiempos a la vez; la escritura es sucesiva, acumula, enhebra conceptos. Entonces, partiendo de esta convicción, sobre que el arte pictórico requiere del contacto visual, de la experiencia de colocarnos frente a la obra, en lo posible desprovistos de juicios previos, intentaré transcribir –en realidad, traducir, puesto que se trata de otro lenguaje– mis impresiones frente a algunos de los dibujos y pinturas de Osvaldo Ferreyra, ya que en esta oportunidad la exposición cuenta con pocas obras aunque de esmerada factura. S. XX La composición alegórica “Vejez” (1980) conformada por dibujos a tinta, de contraste blanco y negro, en cuadros compaginados a la manera de la historieta, resume en un lenguaje simbólico la soledad, la resignación. Los números dibujados parecen aludir al conteo de las horas, los días, los años: la senectud es una etapa atormentada por la pregunta acerca de cuánto tiempo nos queda por vivir. La vejez es la carga que pesa sobre ese hombre de lentes oscuros mirando a la muerte de frente. Las tazas de café; sillas de rueda o estancias vacías; atardeceres o lunas; la memoria como tierra baldía de un tema universal: la soledad, el deterioro y la declinación en todas sus manifestaciones. También tenemos instantáneas que develan lo habitual del encuentro en escenas cotidianas (“Mesa de dos”: 1978; “Mesa de tres”: 1979). Otras expresiones alegóricas pueden remitir a grupos sociales determinados y manifestaciones de la cultura popular (“Tambores”: 1978-1979), asimétricas relaciones de poder o la injusta distribución de la riqueza en el planeta, ya sea por medio del dibujo o técnicas mixtas más elaboradas (como “Barca del poder”, “Barca de la cultura” o “Marioneta de actualidad”). La sobriedad en el manejo del collage evita la ostentación del recurso logrando que la técnica esté al servicio de la forma, de la idea, y no a la inversa (véanse, como ejemplos: (“Tras las murallas”: 1981; “El regreso de Solís”: 1980). Así, un fragmento de diario o un pedazo de hilo son sacados del uso cotidiano para el que fueron hechos y, al ser puestos en interacción con otros elementos del cuadro, adquieren un nuevo sentido y un recorte de arpillera puede aportar su entramada textura para convertirse en sol. El collage opera como procedimiento vinculante, participativo, democrático y hasta reivindicativo porque integra los materiales más humildes y los incorpora al nivel de tinturas prestigiosas, de acuarelas, óleos o acrílicos. La naturaleza del recurso también nos dice algo: la forma significa. Nunca olvidemos que en arte no importa tanto el qué se dice sino cómo se lo dice. En ese cómo se juega todo, la dimensión misma de la obra, su verdad. S. XXI La muestra que corresponde a lo que va del siglo actual presenta una fuerte prevalencia del abstracto figurativo y no sólo, en tanto se inmiscuye en estadios intermedios donde una mancha negra puede ser un chambergo o un mostacho y, bajo la proliferación del color, subyacer el dibujo sensual de una pareja acoplada (“Tango en el desierto”: 2021), o que se estimule al observador a dilucidar formas en un marasmo de coloridas sugestiones (“Mutación”; “No ausencia”)–, con predominio de la plástica (óleos, acrílicos, mixturas) sobre la línea. Las formas en movimiento afloran en el trazo del pincel o la huella de la espátula (hasta de los dedos, imagino), como en la alegre, rítmica y callejera “Composición” (2018), citadina pero con su acuática nostalgia, con un aire constructivista, o que “La espera” (2022) invoque la interpretación en esa barca vacía, encallada en la orilla. Dos pinceladas rápidas con la destreza que da la experiencia y la búsqueda constante –rasgo que define a Ferreyra como artista– bastarán para sugerir la postura o expresión de figuras humanas, como es notorio en “Caseríos de Teruel” (2017), o la policromática admiración por el expresionista museo Guggenheim de Bilbao –arquitecto al fin– en “Encallado en Bilbao” (2015), título acorde con el sentimiento que provoca esa escultura gigante –más que un edificio monumental– desde todos los ángulos, sobre todo desde el puente que pareciera hecho a propósito de espectadores absortos, encallados en el éxtasis de la contemplación. Como ya lo expresara en otra oportunidad el “Torazo” (2010) parece salirse del marco, del ruedo: el rojo lo saca a pincelada limpia. Lo saca y a la vez lo planta en el centro de la excitación que también es el centro del cuadro, como si se moviera. No es realista. El realismo es especular, estático y este toro se mueve, está a punto de darse vuelta, de arremeter con sus afilados cuernos a quien se le cruce. No es una fotografía ni una copia que aspire, pelo a pelo, a representar un bicho singular, cuadrúpedo y mamífero, no. Esta obra es la idea viva, nerviosa de un toro acerado y universal. Si la tauromaquia es el arte de la lidia, el duelo cara a cara con la bestia en la arena, aquí la paleta del pintor es quien torea. Hace estallar su color provocativo, el paño sangriento que enloquece al animal. Toro acorazado y furioso que se afirma en sus patas, pronto para la embestida. Si el espectador está atento lo verá moverse, sacudir la cola mientras se balancean sus testículos. Firme en el ruedo. Erguido, tenso, se yergue sobre sus músculos, sus tendones, sus huesos, su cuero blindado. El que esté tomado desde atrás y no podamos ver el brillo fulminante de sus ojos desorbitados lo hace aún más temible: es lo que no se ve lo que nos permite ver. “De bares” (2022) retoma de alguna manera los motivos de “Mesa para dos” (y para tres) del 78/79, pero ahora los distintos planos de escenas humanas componen variadas situaciones temporales entre las verdes y azules salpicaduras de acrílicos, nuevamente el gesto, el ceño, la concentración o el ensimismamiento están dados con el mínimo trazo, como si provinieran de un demiurgo que, abrumado por la mediocridad de sus criaturas, las abandonara al libre albedrío. La sutileza del trazo, la delicada intervención de la mano invocan una suerte de magia por la cual la obra se pintara sola. La primera vez que vi una de sus copas rebosantes de vino comprobé que el acrílico salpica (“Copa mayor”: 2016). El líquido cae y al chocar con el cristal salta fuera de la copa. O tal vez algo sólido ha caído rompiendo el equilibrio, derramando el fluido que emerge con el impulso del líquido desalojado, acorde al Principio de Arquímedes. Otra vez, como en el toro, hay movimiento. Y luz. Luz en el vino y sus destellos que no respetan los límites del vidrio, como debe ser. Porque no hay arte “respetuoso”, ni de modas ni de convenciones, ni de copas, je.   El arte siempre será sinónimo de búsqueda de lo nuevo, de transgresión, del intento de decir lo indecible, lo inefable. Por eso es que no puede acatar preceptivas ni someterse a patrones estéticos, como sucede con sus veleros cuyo velamen desplegado son gajos de naranjas o tajadas de luz (“En el río”: 2021). Barcos que vuelan o navegan o se sumergen como submarinos en los azules o los violetas intensos: en pintura, como en poesía, todo es posible. Por eso también la variedad en la obra de Osvaldo: dibujos, tintas, acuarelas, óleos, caricaturas, collages, acrílicos, técnicas mixtas. Y lo mismo sus motivos: imágenes cotidianas, populares, políticas, rítmicas, alegóricas, composiciones: todo entra, abierto a todo, ningún motivo es más “noble” o “serio” que otro. Porque el arte verdadero, como el agua del Tao, todo lo comunica y lo penetra.                                                                                                            Gustavo Lespada                                                                                                   Universidad de Buenos Aires 


   [1] Heidegger, Martín (1973). “El origen de la obra de arte” (1952), en Arte y poesía. México: FCE.   [2] Shklovski, Víctor (1970). “El arte como artificio” (1915), en T. Todorov (comp.), Teoría de la literatura de los formalistas rusos, México, Siglo xxi.